Leí que en los países orientales
las personas van a los santuarios a ofrecerle flores a Dios, y que en occidente
vamos a la iglesia a pedir. Por eso un día decidí llevar flores al Santuario.
Como estamos en mayo, participé en
una romería. Rezamos 3 rosarios con letanías en 39 minutos. Cronometré el
tiempo por una simple costumbre de corredora.
Esos minutos fueron de
agradecimiento mientras caminábamos por las calles de Guápulo y dentro de su
preciosa iglesia. Llevé todas las flores de mi jardín. Las de la casa de la
Pinto cuando era chica y arreglaba el florero de la sala, -una de mis tareas de
sábado- y las que cortaba ni bien llegábamos a Santa María, para adornar la
imagen de la Virgen.
Llevé las flores que he recibido
de mis hijos, las que llegaban del trabajo de mi esposo, las de La Avelina y de
Urcuquí –esas gerberas orgánicas que luego le regalaba a mi mamá y ella se
ponía feliz-. Llevé los pétalos de la caja del tesoro, con sus nervaduras como
venas, y sus colores como besos. La orquídea “primorosa” y la que nunca me
acuerdo el nombre.
En un momento de descuido en que
me faltaban flores, me encontré pidiéndole bendiciones a Dios. Dejé a un lado
la confusión y volví a recoger flores.
Llevé las que compro cuando hay
una fiesta, las flores del matrimonio de mi papá y de los bautizos de mis hijos
y sus primeras comuniones.
No quise recordar las flores
tristes pero en las piedras de la plaza estaban las que llevaba el guardia
Faustiño cuando mi mamá se fue al cielo y las del arupo que sembró mi hermano
sobre su tumba. De pronto, llevar estas flores al Gran Jardinero me dio
alegría.
Espejo de Justicia… Trono de
Eterna Sabiduría… Causa de Nuestra Alegría… Vaso Espiritual… Rosa Mística
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