¿Y si Jesús nos invitara a desayunar como a Pedro, en la playa, de madrugada, con el fuego y el pan listos y los pescados friendo en aceite?
Seguro que como Pedro, nos acobardáramos y vacilara nuestro paso hasta llegar donde El. Nos postraríamos impresionados por tanta bondad y magnanimidad.
Yo tendría vergüenza por mis tontos pecados y egoísmos, por la maldad que hizo que El muriera en la Cruz. Quisiera llorar a sus pies al recordar mis tristezas, le preguntaría por mi mamá y le contaría mi vida y mi amor, y lo linda que es mi vida gracias al amor, y gracias a mi familia, a mi papa y mis amigos, y todo lo que de seguro El conoce hasta el mínimo detalle.
No creo que podríamos desayunar pero al instante recapacitaríamos porque este alimento debe ser mejor que el Maná y sus manos lo han tocado y preparado. No es sólo el hecho de complacer al Anfitrión sino que es querer con interés, casi desesperación esa comida divina. Y probamos con la garganta cerrada por el llanto todavía incontenible, y recordamos que Jesús nos dejo su Cuerpo y Sangre en la eucaristía y que ese alimento es aun más sagrado y potente que el que estamos por probar.
Un sabor delicioso y un deseo de que nunca se acabe ese instante de vapor celestial. No hay como despegar los ojos de El.
Gracias Señor.
Hasta ahora Jesús no ha dicho nada y sin embargo con su mirada y su sonrisa y -¿puede ser posible?- sus ojos llenos de lágrimas de alegría- nos ha dicho todo.
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